martes, 17 de junio de 2014

La celeste y blanca

[Vamos! Nº30]  Conmemoración del 20 de Junio. En días de “fiebre futbolera” mundialista como los que corren repasamos qué obstáculos debieron superarse para que la nación tuviera independencia y una bandera propia, el emblema que nos identifica como argentinos. Por Ulises Granda



“La nación, como categoría histórica que es, no puede definirse más que históricamente.” 
Pierre Vilar

En el caso de Argentina no puede separarse el despertar de la nación de la larga subyugación colonial padecida (ver Vamos! Nº28). La identidad nacional y la voluntad de independencia fueron hijas de la conciencia de la opresión. Debemos agradecer al Estado monárquico Borbón (un peso que todavía el pueblo español debe soportar) ya que, al negarnos la independencia y hacernos la guerra para mantener la subordinación colonial, no hizo más que acelerar la emergencia de nuestras naciones latinoamericanas.
Pero el parto fue complejo. Porque sectores de grandes terratenientes e intereses comerciales, principalmente con sede en el puerto de Buenos Aires, fueron imponiendo, contra las corrientes más avanzadas de la época según las cambiantes circunstancias, un rumbo vacil ante dentro del propio contexto de la lucha independentista.
La llamada “máscara de Fernando VII” es un claro ejemplo de lo antedicho. Si bien en un principio la táctica de la Primera Junta fue caminar hacia la independencia mientras se afirmaba retóricamente la “fidelidad” al monarca depuesto y preso por Napoleón, la excesiva prolongación de esa táctica “distractoria” sólo podía servir a los fines de los realistas o, en el campo patriótico, a quienes desconfiaban de poder concretar el objetivo (o bien querían anudar lazos de dependencia con otras potencias). El propio Mariano Moreno lo había previsto: “Últimamente, el misterio de Fernando es una circunstancia de las más importantes (…), pues es un ayudante a nuestra causa el más soberbio; porque aún cuando nuestras obras y conducta desmientan esta apariencia en muchas provincias, nos es muy del caso para con las [potencias] extranjeras (…), como igualmente para con la misma España, por algún tiempo, proporcionándonos, con la demora de los auxilios que debe prestar, si resistiese, el que vamos consolidando nuestro sistema” (Plan de Operaciones, subrayado de Vamos!).
Pero los sectores moderados no entendían esta táctica de la misma manera. Sin ir más lejos, en el ciclo del Primer Triunvirato (23 de septiembre de 1811 a 8 de octubre de 1812) bajo la influencia de Rivadavia, se firmó un acuerdo con el español Elío, asentado en el Montevideo aún bajo dominación realista. El acuerdo decía: “… [se] reconoce la unidad indivisible de la monarquía española de la cual forman parte integrante las Provincias Unidas del Río de la Plata (…) que no tienen otro soberano que el Señor Don Fernando VII”. A la par se advirtió reiteradamente a Manuel Belgrano contra el despliegue de la celeste y blanca, así como se enjuició al brillante orador de la revolución, Juan José Castelli, por declararse públicamente favorable a la plena emancipación.
El 27 de febrero de 1812 Belgrano, en la zona de Rosario, inauguró unas baterías de cañones a las que llamó “Libertad” e “Independencia” y decidió enarbolar una bandera “(…) celeste y blanca, conforme a los colores de la escarapela nacional” para el ejército, “para que no se equivoque con la de nuestros enemigos”. El Triunvirato desde Buenos Aires desaprobó esa medida y envió el pabellón español para que sustituyera el utilizado por Belgrano a orillas del Paraná. Belgrano volvió a enarbolar la bandera argentina en Jujuy, ya a cargo del ejército del norte, y Rivadavia volvió a reconvenirlo: “El gobierno no puede hacer más que dejar a la prudencia de usted la reparación de tamaño desorden…”.
El 4 de mayo de 1814, tras las derrotas de Napoleón, el ya liberado rey Fernando VII decreta la reposición del absolutismo monárquico y refuerza las operaciones para recobrar la totalidad de sus dominios. En esas condiciones la forma en que sectores vacilantes de los criollos entendieron la “máscara de Fernando VII” llegó a sus lógicas consecuencias. Así fue como el sector expresado por Manuel de Sarratea pudo plantear hipócritamente: “… si el cielo no hubiera permitido la ausencia de su majestad jamás se hubiera oído ni el eco de la insubordinación en aquellos países” (carta de Sarratea a Fernando VII, 25/5/1814). Mientras, poco después, otros sectores como el de Carlos de Alvear buscaron un cambio de amo: “Estas provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer a su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso…”.
En cambio Belgrano, que volvía de misión diplomática y como expresión de sectores más consecuentes con el proceso iniciado en 1810, sostuvo el objetivo de la independencia (aunque ajustado a los vientos reaccionarios que soplaban en Europa con la llamada Santa Alianza): “…la forma de gobierno más conveniente sería la de una monarquía temperada, [modelo inglés] llamando a la dinastía de los Incas, por la justicia que en sí envuelve la restitución de esta casta inicuamente despojada del trono…”, (acta secreta del informe presentado por Belgrano el 6 de julio de 1816 en Tucumán ante los congresales, donde hace referencia al entusiasmo que esta salida política podría generar en los pueblos originarios).
También desesperaba San Martín: “¿Hasta cuándo esperamos para declarar nuestra independencia? ¿No es una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener pabellón y cucarda nacional, y por último hacerle la guerra al soberano de quien se dice dependemos, y no decirlo, cuando no nos falta más que decirlo? Los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes puesto que nos reconocemos vasallos”.
Ambos liderazgos, así como las posiciones independentistas sostenidas numerosas veces por Artigas y la propia autonomía en curso en el Paraguay liderado por Gaspar Rodríguez de Francia desde 1813, fueron elementos de peso en el paso decisivo de la declaración de independencia adoptada el 9 de Julio de 1816.